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Sumario




LA VIDA DEL HOMBRE: CONOCER Y AMAR A DIOS


El hombre es por naturaleza y por vocación un ser religioso. Viniendo de Dios y yendo hacia Dios, el hombre no vive una vida plenamente humana si no vive libremente su vínculo con Dios. El hombre está hecho para vivir en comunión con Dios, en quien encuentra su dicha. "Cuando yo me adhiera a ti con todo mi ser, no habrá ya para mí penas ni pruebas, y mi vida, toda llena de ti, será plena". Cuando el hombre escucha el mensaje de las criaturas y la voz de su conciencia, entonces puede alcanzar la certeza de la existencia de Dios, causa y fin de todo. La Iglesia enseña que el Dios único y verdadero, nuestro Creador y Señor, puede ser conocido con certeza por sus obras, gracias a la luz natural de la razón humana. Nosotros podemos realmente nombrar a Dios partiendo de las múltiples perfecciones de las criaturas, semejanzas del Dios infinitamente perfecto, aunque nuestro lenguaje limitado no agote su misterio. "Sin el Creador la criatura se diluye". He aquí por qué los creyentes saben que son impulsados por el amor de Cristo a llevar la luz del Dios vivo a los que no le conocen o le rechazan.


 LA REVELACION DE DIOS


Por amor, Dios se ha revelado y se ha entregado al hombre. De este modo da una respuesta definitiva y sobreabundante a las cuestiones que el hombre se plantea sobre el sentido y la finalidad de su vida. Dios se ha revelado al hombre comunicándole gradualmente su propio Misterio mediante obras y palabras. Más allá del testimonio que Dios da de sí mismo en las cosas creadas, se manifestó a nuestros primeros padres. Les habló y, después de la caída, les prometió la salvación, y les ofreció su alianza. Dios selló con Noé una alianza eterna entre El y todos los seres vivientes. Esta alianza durará tanto como dure el mundo. Dios eligió a Abraham y selló una alianza con él y su descendencia. De él formó a su pueblo, al que reveló su ley por medio de Moisés. Lo preparó por los profetas para acoger la salvación destinada a toda la humanidad. Dios se ha revelado plenamente enviando a su propio Hijo, en quien ha establecido su alianza para siempre. El Hijo es la Palabra definitiva del Padre, de manera que no habrá ya otra Revelación después de El.


 LA TRANSMISION DE LA REVELACION DIVINA


Lo que Cristo confió a los apóstoles, éstos lo transmitieron por su predicación y por escrito, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a todas las generaciones hasta el retorno glorioso de Cristo. "La Tradición y la Sagrada Escritura constituyen un único depósito sagrado de la palabra de Dios", en el cual, como en un espejo, la Iglesia peregrinante contempla a Dios, fuente de todas sus riquezas. "La Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree". En virtud de su sentido sobrenatural de la fe, todo el Pueblo de Dios no cesa de acoger el don de la Revelación divina, de penetrarla más profundamente y de vivirla de modo más pleno. El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios ha sido confiado únicamente al Magisterio de la Iglesia, al Papa y a los obispos en comunión con él.


 LA SAGRADA ESCRITURA


"Toda la Escritura divina es un libro y este libro es Cristo, porque toda la Escritura divina habla de Cristo, y toda la Escritura divina se cumple en Cristo". [Hugo de San Víctor].  "La Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios y, en cuanto inspirada, es realmente Palabra de Dios". Dios es el Autor de la Sagrada Escritura porque inspira a sus autores humanos: actúa en ellos y por ellos. Da así la seguridad de que sus escritos enseñan sin error la verdad salvífica. La interpretación de las Escrituras inspiradas debe estar sobre todo atenta a lo que Dios quiere revelar por medio de los autores sagrados para nuestra salvación. "Lo que viene del Espíritu sólo es plenamente percibido por la acción del Espíritu". [Orígenes] La Iglesia recibe y venera como inspirados los cuarenta y seis libros del Antiguo Testamento y los veintisiete del Nuevo.  Los cuatro evangelios ocupan un lugar central, pues su centro es Cristo Jesús. La unidad de los dos Testamentos se deriva de la unidad del plan de Dios y de su Revelación. El Antiguo Testamento prepara el Nuevo mientras que éste da cumplimiento al Antiguo; los dos se esclarecen mutuamente; los dos son verdadera Palabra de Dios. "La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo": aquélla y éste alimentan y rigen toda la vida cristiana. "Para mis pies antorcha es tu palabra, luz para mi sendero"(Ps 119,105).


CREO


La fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabra. "Creer" entraña, pues, una doble referencia: a la persona y a la verdad; a la verdad por confianza en la persona que la atestigua. No debemos creer en ningún otro que no sea Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. La fe es un don sobrenatural de Dios. Para creer, el hombre necesita los auxilios interiores del Espíritu Santo. "Creer" es un acto humano, consciente y libre, que corresponde a la dignidad de la persona humana. "Creer" es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre". [San Cipriano de Cartago]. "Creemos todas aquellas cosas que se contienen en la Palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia... para ser creídas como divinamente reveladas". La fe es necesaria para la salvación. El Señor mismo lo afirma: "El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará" (Mc 16,16).


EL CREDO


"Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el Unico Señor..." (Dt 6,4 Mc 12,29). "Es absolutamente necesario que el Ser supremo sea único, es decir, sin igual... Si Dios no es único, no es Dios". La fe en Dios nos mueve a volvernos sólo a El como a nuestro primer origen y nuestro fin último; y a no preferir nada a El ni sustituirle con nada. Dios al revelarse sigue siendo Misterio inefable: "Si lo comprendieras, no sería Dios". [San Agustín] El Dios de nuestra fe se ha revelado como El que es; se ha dado a conocer como "rico en amor y fidelidad" (Ex 34,6). Su Ser mismo es Verdad y Amor.


El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo. La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es consubstancial al Padre, es decir, que es en él y con él el mismo y único Dios. La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo, y por el Hijo "de junto al Padre" (Jn 15,26), revela que él es con ellos el mismo Dios único. "Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria". "El Espíritu Santo procede del Padre en cuanto fuente primera y, por el don eterno de éste al Hijo, del Padre y del Hijo en comunión". Por la gracia del bautismo "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" somos llamados a participar en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna. "La fe católica es ésta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad". Las personas divinas, inseparables en su ser, son también inseparables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo.


 LA CREACION: OBRA DE LA SANTISIMA TRINIDAD


En la creación del mundo y del hombre, Dios ofreció el primero y universal testimonio de su amor todopoderoso y de su sabiduría, el primer anuncio de su "designio benevolente" que encuentra su fin en la nueva creación en Cristo. Aunque la obra de la creación se atribuya particularmente al Padre, es igualmente verdad de fe que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son el principio único e indivisible de la creación. Sólo Dios ha creado el universo, libremente, sin ninguna ayuda.  Ninguna criatura tiene el poder infinito que es necesario para "crear" en el sentido propio de la palabra, es decir, de producir y de dar el ser a lo que no lo tenía en modo alguno (llamar a la existencia de la nada). Dios creó el mundo para manifestar y comunicar su gloria. La gloria para la que Dios creó a sus criaturas consiste en que tengan parte en su verdad, su bondad y su belleza. Dios, que ha creado el universo, lo mantiene en la existencia por su Verbo, "el Hijo que sostiene todo con su palabra poderosa" He 1,3) y por su Espíritu Creador que da la vida. La divina providencia consiste en las disposiciones por las que Dios conduce con sabiduría y amor todas las criaturas hasta su fin último. Cristo nos invita al abandono filial en la providencia de nuestro Padre celestial y el apóstol san Pedro insiste: "Confiadle todas vuestras preocupaciones pues él cuida de vosotros" (1P 5 7) La providencia divina actúa también por la acción de las criaturas. A los seres humanos Dios les concede cooperar libremente en sus designios. La permisión divina del mal físico y del mal moral es un misterio que Dios esclarece por su Hijo, Jesucristo, muerto y resucitado para vencer el mal. La fe nos da la certeza de que Dios no permitiría el mal si no hiciera salir el bien del mal mismo, por caminos que nosotros sólo conoceremos plenamente en la vida eterna.


LOS ANGELES


Los ángeles son criaturas espirituales que glorifican a Dios sin cesar y que sirven sus designios salvíficos con las otras criaturas: "Ad omnia bona nostra cooperantur angeli" ("Los ángeles cooperan en toda obra buena que hacemos"). Los ángeles rodean a Cristo, su Señor. Le sirven particularmente en el cumplimiento de su misión salvífica para con los hombres. La Iglesia venera a los ángeles que la ayudan en su peregrinar terrestre y protegen a todo ser humano. Dios quiso la diversidad de sus criaturas y la bondad peculiar de cada una, su interdependencia y su orden. Destinó todas las criaturas materiales al bien del género humano. El hombre, y toda la creación a través de él, está destinado a la gloria de Dios. Respetar las leyes inscritas en la creación y las relaciones que derivan de la naturaleza de las cosas es un principio de sabiduría y un fundamento de la moral.


  "A IMAGEN DE DIOS"


"A imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador, dominara todo lo creado". El hombre es predestinado a reproducir la imagen del Hijo de Dios hecho hombre -"imagen del Dios invisible" (Col 1,15)-, para que Cristo sea el primogénito de una multitud de hermanos y de hermanas. El hombre es "corpore et anima unus" ("una unidad de cuerpo y alma"). La doctrina de la fe afirma que el alma espiritual e inmortal es creada de forma inmediata por Dios. "Dios no creó al hombre solo: en efecto, desde el principio «los creó hombre y mujer» (Gn 1,27). Esta asociación constituye la primera forma de comunión entre personas". La revelación nos da a conocer el estado de santidad y de justicia originales del hombre y la mujer antes del pecado: de su amistad con Dios nacía la felicidad de su existencia en el paraíso.


EL PECADO ORIGINAL


"No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes... Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo" (Sg 1,13 Sg 2,24). Satán o el diablo y los otros demonios son ángeles caídos por haber rechazado libremente servir a Dios y su designio. Su opción contra Dios es definitiva. Intentan asociar al hombre en su rebelión contra Dios. "Constituido por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia, levantándose contra Dios e intentando alcanzar su propio fin al margen de Dios". Por su pecado, Adán, en cuanto primer hombre, perdió la santidad y la justicia originales que había recibido de Dios no solamente para él, sino para todos los seres humanos. Adán y Eva transmitieron a su descendencia la naturaleza humana herida por su primer pecado, privada por tanto de la santidad y la justicia originales. Esta privación es llamada "pecado original". Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana quedó debilitada en sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al dominio de la muerte, e inclinada al pecado (inclinación llamada "concupiscencia"). "Mantenemos, pues, siguiendo el Concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, «por propagación, no por imitación» y que «se halla como propio en cada uno»". La victoria sobre el pecado obtenida por Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó el pecado: "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5,20). "Los fieles cristianos creen que el mundo ha sido creado y conservado por el amor del creador, colocado ciertamente bajo la esclavitud del pecado, pero liberado por Cristo crucificado y resucitado, una vez que fue quebrantado el poder del Maligno." [GS 2,2]


JESUS, CRISTO, HIJO UNICO DE DIOS


El nombre de Jesús significa "Dios salva ". El niño nacido de la Virgen María se llama "Jesús" "porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1,21); "No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Ac 4,12). El nombre de Cristo significa "Ungido", "Mesías". Jesús es el Cristo porque "Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder" (Ac 10,38). Era "el que ha de venir", el objeto de "la esperanza de Israel" (Ac 28,20). El nombre de Hijo de Dios significa la relación única y eterna de Jesucristo con Dios su Padre: El es el Hijo único del Padre y El mismo es Dios. Para ser cristiano es necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios. El nombre de Señor significa la soberanía divina. Confesar o invocar a Jesús como Señor es creer en su divinidad. "Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino por influjo del Espíritu Santo"(1Co 2,3).


EL HIJO DE DIOS SE HIZO HOMBRE


En el momento establecido por Dios, el Hijo único del Padre, la Palabra eterna, es decir, el Verbo e Imagen substancial del Padre, se hizo carne: sin perder la naturaleza divina asumió la naturaleza humana. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre en la unidad de su Persona divina; por esta razón El es el único Mediador entre Dios y los hombres. Jesucristo posee dos naturalezas, la divina y la humana, no confundidas, sino unidas en la única Persona del Hijo de Dios. Cristo, siendo verdadero Dios y verdadero hombre, tiene una inteligencia y una voluntad humanas, perfectamente de acuerdo y sometidas a su inteligencia y a su voluntad divinas que tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo. La encarnación es, pues, el misterio de la admirable unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única Persona del Verbo.


CONCEBIDO POR OBRA Y GRACIA DEL ESPIRITU SANTO, NACIO DE SANTA MARIA VIRGEN


De la descendencia de Eva, Dios eligió a la Virgen María para ser la Madre de su Hijo. Ella, "llena de gracia ", es "el fruto excelente de la redención desde el primer instante de su concepción, fue totalmente preservada de la mancha del pecado original y permaneció pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida. María es verdaderamente "Madre de Dios" porque es la madre del Hijo eterno de Dios hecho hombre, que es Dios mismo. María "fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen durante el embarazo, Virgen en el parto, Virgen después del parto, Virgen siempre" [San Agustín]; ella, con todo su ser, es "la esclava del Señor" (Lc 1,38). La Virgen María "colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres". Ella pronunció su "fiat" "loco totius humanae naturae" ("ocupando el lugar de toda la naturaleza humana)[Santo Tomás de Aquino]. Por su obediencia, ella se convirtió en la nueva Eva, madre de los vivientes.


 LOS MISTERIOS DE LA VIDA DE CRISTO


"Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras"(1Co 15,3).  Nuestra salvación procede de la iniciativa del amor de Dios hacia nosotros porque "El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4,10). "En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo" (2Co 5,19). Jesús se ofreció libremente por nuestra salvación. Este don lo significa y lo realiza por anticipado durante la última cena: "Este es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros" (Lc 22,19). La redención de Cristo consiste en que El "ha venido a dar su vida como rescate por muchos" (Mt 20,28), es decir, "a amar a los suyos hasta el extremo" (Jn 13,1) para que ellos fuesen "rescatados de la conducta necia heredada de sus padres" (1P 1,18). Por su obediencia amorosa a su Padre, "hasta la muerte de cruz" (Ph 2,8), Jesús cumplió la misión expiatoria del Siervo doliente que "justifica a muchos cargando con las culpas de ellos"(Is 53,11).


En la expresión "Jesús descendió a los infiernos", el símbolo confiesa que Jesús murió realmente, y que, por su muerte en favor nuestro, ha vencido a la muerte y al diablo "Señor de la muerte" He 2,14). Cristo muerto, en su alma unida a su persona divina, descendió a la morada de los muertos. Abrió las puertas del cielo a los justos que le habían precedido.


La fe en la Resurrección tiene por objeto un acontecimiento a la vez históricamente atestiguado por los discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado, y misteriosamente trascendente en cuanto entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios. El sepulcro vacío y las vendas en el suelo significan por sí mismas que el cuerpo de Cristo ha escapado por el poder de Dios de las ataduras de la muerte y de la corrupción. Preparan a los discípulos para su encuentro con el Resucitado. Cristo, "el primogénito de entre los muertos" (Col 1,18), es el principio de nuestra propia resurrección, ya desde ahora por la justificación de nuestra alma, más tarde por la vivificación de nuestro cuerpo. La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celestial de Dios de donde ha de volver, aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres. Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con El eternamente. Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.


"DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS"


Cristo, el Señor, reina ya por la Iglesia, pero todavía no le están sometidas todas las cosas de este mundo. El triunfo del Reino de Cristo no tendrá lugar sin un último asalto de las fuerzas del mal. El día del Juicio, al fin del mundo, Cristo vendrá en la gloria para llevar a cabo el triunfo definitivo del bien sobre el mal que, como el trigo y la cizaña, habrán crecido juntos en el curso de la historia. Cristo glorioso, al venir al final de los tiempos a juzgar a vivos y muertos, revelará la disposición secreta de los corazones y retribuirá a cada hombre según sus obras y según su aceptación o su rechazo de la gracia.



 CREO EN EL ESPIRITU SANTO


"La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre" (Ga 4,6). Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, cuando Dios envía a su Hijo, envía siempre a su Espíritu: la misión de ambos es conjunta e inseparable. En la plenitud de los tiempos, el Espíritu Santo realiza en María todas las preparaciones para la venida de Cristo al Pueblo de Dios. Mediante la acción del Espíritu Santo en ella, el Padre da al mundo el Emmanuel, "Dios con nosotros" (Mt 1,23).  El Hijo de Dios es consagrado Cristo [Mesías] mediante la Unción del Espíritu Santo en su Encarnación.  Por su Muerte y su Resurrección, Jesús es constituido Señor y Cristo en la gloria (Ac 2,36). De su plenitud, derrama el Espíritu Santo sobre los apóstoles y la Iglesia.  El Espíritu Santo que Cristo, Cabeza, derrama sobre sus miembros, construye, anima y santifica a la Iglesia. Ella es el sacramento de la Comunión de la Santísima Trinidad con los hombres.


 LA IGLESIA


La palabra "Iglesia" significa "convocación". Designa la asamblea de aquellos a quienes convoca la palabra de Dios para formar el Pueblo de Dios y que, alimentados con el Cuerpo de Cristo, se convierten ellos mismos en Cuerpo de Cristo. La Iglesia es a la vez camino y término del designio de Dios: prefigurada en la creación, preparada en la Antigua Alianza, fundada por las palabras y las obras de Jesucristo, realizada por su Cruz redentora y su Resurrección, se manifiesta como misterio de salvación por la efusión del Espíritu Santo. Quedará consumada en la gloria del cielo como asamblea de todos los redimidos de la tierra.  La Iglesia es a la vez visible y espiritual, sociedad jerárquica y Cuerpo Místico de Cristo. Es una, formada por un doble elemento humano y divino. Ahí está su Misterio que sólo la fe puede aceptar. La Iglesia es, en este mundo, el sacramento de la salvación, el signo y el instrumento de la comunión con Dios y entre los hombres.


"Cristo Jesús se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo" (Tt 2,14). "Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido" (1P 2,9). Se entra en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo. "Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios", a fin de que, en Cristo, "los hombres constituyan una sola familia y un único Pueblo de Dios". La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Por el Espíritu y su acción en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, Cristo muerto y resucitado constituye la comunidad de los creyentes como Cuerpo suyo. En la unidad de este cuerpo hay diversidad de miembros y de funciones. Todos los miembros están unidos unos a otros, particularmente a los que sufren, a los pobres y perseguidos.  La Iglesia es este Cuerpo del que Cristo es la Cabeza: vive de El, en El y por El; El vive con ella y en ella.  La Iglesia es la Esposa de Cristo: la ha amado y se ha entregado por ella. La ha purificado por medio de su sangre. Ha hecho de ella la Madre fecunda de todos los hijos de Dios.  La Iglesia es el Templo del Espíritu Santo. El Espíritu es como el alma del Cuerpo Místico, principio de su vida, de la unidad en la diversidad y de la riqueza de sus dones y carismas. "Así toda la Iglesia aparece como el pueblo unido «por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (san Cipriano)".


La Iglesia es una: Tiene un solo Señor, confiesa una sola fe, nace de un solo Bautismo, no forma más que un solo Cuerpo, vivificado por un solo Espíritu, orientado a una única esperanza a cuyo término se superarán todas las divisiones. La Iglesia es santa: Dios santísimo es su autor; Cristo, su Esposo, se entregó por ella para santificarla; el Espíritu de santidad la vivifica. Aunque comprenda pecadores, ella es "ex maculatis immaculata" ("inmaculada aunque compuesta de pecadores"). En los santos brilla su santidad; en María es ya la enteramente santa. La Iglesia es católica: Anuncia la totalidad de la fe; lleva en sí y administra la plenitud de los medios de salvación; es enviada a todos los pueblos; se dirige a todos los hombres; abarca todos los tiempos; "es, por su propia naturaleza, misionera ".  La Iglesia es apostólica: Está edificada sobre sólidos cimientos: "los doce apóstoles del Cordero" (Ap 21,14); es indestructible; se mantiene infaliblemente en la verdad: Cristo la gobierna por medio de Pedro y los demás apóstoles, presentes en sus sucesores, el Papa y el colegio de los obispos. "La única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica... subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. Sin duda, fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad ".


 LOS FIELES DE CRISTO: JERARQUIA, LAICOS, VIDA CONSAGRADA


"Por institución divina, entre los fieles hay en la Iglesia ministros sagrados, que en el derecho se denominan clérigos; los demás se llaman laicos". Hay, por otra parte, fieles que perteneciendo a uno de ambos grupos, por la profesión de los consejos evangélicos, se consagran a Dios y sirven así a la misión de la Iglesia.  Para anunciar su fe y para implantar su Reino, Cristo envía a sus apóstoles y a sus sucesores. El les da parte en su misión. De El reciben el poder de obrar en su nombre.  El Señor hizo de san Pedro el fundamento visible de su Iglesia. Le dio las llaves de ella. El obispo de la Iglesia de Roma, sucesor de san Pedro, es la "Cabeza del Colegio de los Obispos, Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal en la tierra ".  El Papa "goza, por institución divina, de una potestad suprema, plena, inmediata y universal para cuidar las almas" Los obispos, instituidos por el Espíritu Santo, suceden a los apóstoles. "Cada uno de los obispos, por su parte, es el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares".  Los obispos, ayudados por los presbíteros, sus colaboradores, y por los diáconos, tienen la misión de enseñar auténticamente la fe, de celebrar el culto divino, sobre todo la Eucaristía, y de dirigir su Iglesia como verdaderos pastores. A su misión pertenece también el cuidado de todas las Iglesias, con y bajo el Papa. "Siendo propio del estado de los laicos vivir en medio del mundo y de los negocios temporales, Dios les llama a que movidos por el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento ". Los laicos participan en el sacerdocio de Cristo: cada vez más unidos a El, despliegan la gracia del Bautismo y la de la Confirmación a través de todas las dimensiones de la vida personal, familiar, social y eclesial y realizan así el llamamiento a la santidad dirigido a todos los bautizados. Gracias a su misión profética, los laicos "están llamados a ser testigos de Cristo en todas las cosas, también en el interior de la sociedad humana". Debido a su misión regia, los laicos tienen el poder de arrancar al pecado su dominio sobre sí mismos y sobre el mundo por medio de su abnegación y santidad de vida. La vida consagrada a Dios se caracteriza por la profesión pública de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia en un estado de vida estable reconocido por la Iglesia. Entregado a Dios supremamente amado, aquel a quien el Bautismo ya había destinado a El, se encuentra en el estado de vida consagrada, más íntimamente comprometido en el servicio divino y dedicado al bien de toda la Iglesia.


 LA COMUNION DE LOS SANTOS


La Iglesia es "comunión de los santos": esta expresión designa primeramente las "cosas santas" ["sancta"], y ante todo la Eucaristía, "que significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo".  Este término designa también la comunión entre las "personas santas" ["sancti"] en Cristo que ha "muerto por todos", de modo que lo que cada uno hace o sufre en y por Cristo da fruto para todos. "Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones".


 MARIA, MADRE DE CRISTO, MADRE, DE LA IGLESIA


Al pronunciar el "fiat" de la Anunciación y al dar su consentimiento al Misterio de la Encarnación, María colabora ya en toda la obra que debe llevar a cabo su Hijo. Ella es madre allí donde El es Salvador y Cabeza del Cuerpo místico. La Santísima Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, en donde ella participa ya en la gloria de la resurrección de su Hijo, anticipando la resurrección de todos los miembros de su Cuerpo. "Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo".


 EL PERDON DE LOS PECADOS


El Credo relaciona "el perdón de los pecados" con la profesión de fe en el Espíritu Santo. En efecto, Cristo resucitado confió a los apóstoles el poder de perdonar los pecados cuando les dio el Espíritu Santo. El Bautismo es el primero y principal sacramento para el perdón de los pecados: nos une a Cristo muerto y resucitado y nos da el Espíritu Santo. Por voluntad de Cristo, la Iglesia posee el poder de perdonar los pecados de los bautizados, y lo ejerce de forma habitual en el sacramento de la Penitencia por medio de los obispos y de los presbíteros. "En la remisión de los pecados, los sacerdotes y los sacramentos son meros instrumentos de los que quiere servirse nuestro Señor Jesucristo, único autor y dispensador de nuestra salvación, para borrar nuestras iniquidades y darnos la gracia de la justificación".


 LA RESURRECCION DE LA CARNE


"Caro salutis est cardo" ("La carne es soporte de la salvación"). Creemos en Dios que es el creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la carne, perfección de la creación y de la redención de la carne.  Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. Así como Cristo ha resucitado y vive para siempre, todos nosotros resucitaremos en el último día.  "Creemos en la verdadera resurrección de esta carne que poseemos ahora". No obstante se siembra en el sepulcro un cuerpo corruptible, resucita un cuerpo incorruptible, un "cuerpo espiritual" (1Co 15,44). Como consecuencia del pecado original, el hombre debe sufrir "la muerte corporal, de la que el hombre se habría liberado, si no hubiera pecado". Jesús, el Hijo de Dios, sufrió libremente la muerte por nosotros en una sumisión total y libre a la voluntad de Dios, su Padre. Por su muerte venció a la muerte, abriendo así a todos los hombres la posibilidad de la salvación.


 LA LITURGIA


En la liturgia de la Iglesia, Dios Padre es bendecido y adorado como la fuente de todas las bendiciones de la creación y de la salvación, con las que nos ha bendecido en su Hijo para darnos el Espíritu de adopción filial.  La obra de Cristo en la liturgia es sacramental porque su Misterio de salvación se hace presente en ella por el poder de su Espíritu Santo; porque su Cuerpo, que es la Iglesia, es como el sacramento (signo e instrumento) en el cual el Espíritu Santo dispensa el Misterio de la salvación; porque a través de sus acciones litúrgicas, la Iglesia peregrina participa ya, como en primicias, en la liturgia celestial. La misión del Espíritu Santo en la liturgia de la Iglesia es la de preparar la asamblea para el encuentro con Cristo; recordar y manifestar a Cristo a la fe de la asamblea de creyentes; hacer presente y actualizar la obra salvífica de Cristo por su poder transformador y hacer fructificar el don de la comunión en la Iglesia.


 LOS SIETE SACRAMENTOS DE LA IGLESIA


Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina. Los ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados significan y realizan las gracias propias de cada sacramento. Dan fruto en quienes los reciben con las disposiciones requeridas. La Iglesia celebra los sacramentos como comunidad sacerdotal estructurada por el sacerdocio bautismal y el de los ministros ordenados.  El Espíritu Santo dispone a la recepción de los sacramentos por la Palabra de Dios y por la fe que acoge la Palabra en los corazones bien dispuestos. Así los sacramentos fortalecen y expresan la fe.  El fruto de la vida sacramental es a la vez personal y eclesial. Por una parte, este fruto es para todo fiel la vida para Dios en Cristo Jesús: por otra parte, es para la Iglesia crecimiento en la caridad y en su misión de testimonio.


La Liturgia es la obra de Cristo total, Cabeza y Cuerpo. Nuestro Sumo Sacerdote la celebra sin cesar en la Liturgia celestial, con la santa Madre de Dios, los apóstoles, todos los santos y la muchedumbre de seres humanos que han entrado ya en el Reino. En una celebración litúrgica, toda la asamblea es "liturgo", cada cual según su función. El sacerdocio bautismal es el sacerdocio de todo el Cuerpo de Cristo. Pero algunos fieles son ordenados por el sacramento del Orden sacerdotal para representar a Cristo como Cabeza del Cuerpo. La celebración litúrgica comprende signos y símbolos que se refieren a la creación (luz, agua, fuego), a la vida humana (lavar, ungir, partir el pan) y a la historia de la salvación (los ritos de la Pascua). Insertos en el mundo de la fe y asumidos por la fuerza del Espíritu Santo, estos elementos cósmicos, estos ritos humanos, estos gestos del recuerdo de Dios se hacen portadores de la acción salvífica y santificadora de Cristo. La Liturgia de la Palabra es una parte integrante de la celebración. El sentido de la celebración es expresado por la Palabra de Dios que es anunciada y por el compromiso de la fe que responde a ella. El canto y la música están en estrecha conexión con la acción litúrgica. Criterios para un uso adecuado de ellos son: la belleza expresiva de la oración, la participación unánime de la asamblea, y el carácter sagrado de la celebración. Las imágenes sagradas, presentes en nuestras iglesias y en nuestras casas, están destinadas a despertar y alimentar nuestra fe en el Misterio de Cristo. A través del icono de Cristo y de sus obras de salvación, es a El a quien adoramos. A través de las sagradas imágenes de la Santísima Madre de Dios, de los ángeles y de los santos, veneramos a quienes en ellas son representados.  El domingo, "día del Señor", es el día principal de la celebración de la Eucaristía porque es el día de la Resurrección.



 EL BAUTISMO


La iniciación cristiana se realiza mediante el conjunto de tres sacramentos: el Bautismo, que es el comienzo de la vida nueva; la Confirmación, que es su afianzamiento; y la Eucaristía, que alimenta al discípulo con el Cuerpo y la Sangre de Cristo para ser transformado en El.  "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28,19-20). El Bautismo constituye el nacimiento a la vida nueva en Cristo. Según la voluntad del Señor, es necesario para la salvación, como lo es la Iglesia misma, a la que introduce el Bautismo. El rito esencial del Bautismo consiste en sumergir en el agua al candidato o derramar agua sobre su cabeza, pronunciando la invocación de la Santísima Trinidad, es decir, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.9  El fruto del Bautismo, o gracia bautismal, es una realidad rica que comprende: el perdón del pecado original y de todos los pecados personales; el nacimiento a la vida nueva, por la cual el hombre es hecho hijo adoptivo del Padre, miembro de Cristo, templo del Espíritu Santo. Por la acción misma del bautismo, el bautizado es incorporado a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y hecho partícipe del sacerdocio de Cristo.  El Bautismo imprime en el alma un signo espiritual indeleble, el carácter, que consagra al bautizado al culto de la religión cristiana. Por razón del carácter, el Bautismo no puede ser reiterado. Los que padecen la muerte a causa de la fe, los catecúmenos y todos los hombres que, bajo el impulso de la gracia, sin conocer la Iglesia, buscan sinceramente a Dios y se esfuerzan por cumplir su voluntad, se salvan aunque no hayan recibido el Bautismo. Desde los tiempos más antiguos, el Bautismo es dado a los niños, porque es una gracia y un don de Dios que no suponen méritos humanos; los niños son bautizados en la fe de la Iglesia. La entrada en la vida cristiana da acceso a la verdadera libertad .


 LA CONFIRMACION


"Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaría había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo" (Ac 8,14-17). La Confirmación perfecciona la gracia bautismal; es el sacramento que da el Espíritu Santo para enraizarnos más profundamente en la filiación divina, incorporarnos más firmemente a Cristo, hacer más sólido nuestro vínculo con la Iglesia, asociarnos todavía más a su misión y ayudarnos a dar testimonio de la fe cristiana por la palabra acompañada de las obras. La Confirmación, como el Bautismo, imprime en el alma del cristiano un signo espiritual o carácter indeleble; por eso este sacramento sólo se puede recibir una vez en la vida.  En Oriente, este sacramento es administrado inmediatamente después del Bautismo y es seguido de la participación en la Eucaristía, tradición que pone de relieve la unidad de los tres sacramentos de la iniciación cristiana. En la Iglesia latina se administra este sacramento cuando se ha alcanzado el uso de razón, y su celebración se reserva ordinariamente al obispo, significando así que este sacramento robustece el vínculo eclesial. El candidato a la Confirmación que ya ha alcanzado el uso de razón debe profesar la fe, estar en estado de gracia, tener la intención de recibir el sacramento y estar preparado para asumir su papel de discípulo y de testigo de Cristo, en la comunidad eclesial y en los asuntos temporales.  El rito esencial de la Confirmación es la unción con el Santo Crisma en la frente del bautizado (y en Oriente, también en los otros órganos de los sentidos), con la imposición de la mano del ministro y las palabras: "Accipe signaculum doni Spiritus Sancti" ("Recibe por esta señal el Don del Espíritu Santo"), en el rito romano; "Sello del Don del Espíritu Santo", en el rito bizantino.


 LA EUCARISTIA


Jesús dijo: "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre... el que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna... permanece en mí y yo en él" (Jn 6,51 Jn 6,54 Jn 6,56). La Eucaristía es el corazón y la cumbre de la vida de la Iglesia, pues en ella Cristo asocia su Iglesia y todos sus miembros a su sacrificio de alabanza y acción de gracias ofrecido una vez por todas en la cruz a su Padre; por medio de este sacrificio derrama las gracias de la salvación sobre su Cuerpo, que es la Iglesia. La celebración eucarística comprende siempre: la proclamación de la Palabra de Dios, la acción de gracias a Dios Padre por todos sus beneficios, sobre todo por el don de su Hijo, la consagración del pan y del vino y la participación en el banquete litúrgico por la recepción del Cuerpo y de la Sangre del Señor: estos elementos constituyen un solo y mismo acto de culto.  La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, es decir, de la obra de la salvación realizada por la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, obra que se hace presente por la acción litúrgica.  Es Cristo mismo, sumo y eterno sacerdote de la Nueva Alianza, quien, por el ministerio de los sacerdotes, ofrece el sacrificio eucarístico. Y es también el mismo Cristo, realmente presente bajo las especies del pan y del vino, la ofrenda del sacrificio eucarístico.  Sólo los presbíteros válidamente ordenados pueden presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor.  Los signos esenciales del sacramento eucarístico son pan de trigo y vino de vid, sobre los cuales es invocada la bendición del Espíritu Santo y el presbítero pronuncia las palabras de la consagración dichas por Jesús en la última Cena: "Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros... Este es el cáliz de mi Sangre... "  Por la consagración se realiza la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Bajo las especies consagradas del pan y del vino, Cristo mismo, vivo y glorioso, está presente de manera verdadera, real y substancial, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad. En cuanto sacrificio, la Eucaristía es ofrecida también en reparación de los pecados de los vivos y los difuntos, y para obtener de Dios beneficios espirituales o temporales.  El que quiere recibir a Cristo en la Comunión eucarística debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia.  La sagrada comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo acrecienta la unión del comulgante con el Señor, le perdona los pecados veniales y lo preserva de pecados graves. Puesto que los lazos de caridad entre el comulgante y Cristo son reforzados, la recepción de este sacramento fortalece la unidad de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.


LOS SACRAMENTOS DE CURACION


En la tarde de Pascua, el Señor Jesús se mostró a sus apóstoles y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20,22-23). El perdón de los pecados cometidos después del Bautismo es concedido por un sacramento propio llamado sacramento de la conversión, de la confesión, de la penitencia o de la reconciliación.  Quien peca lesiona el honor de Dios y su amor, su propia dignidad de hombre llamado a ser hijo de Dios y el bien espiritual de la Iglesia, de la que cada cristiano debe ser una piedra viva.  A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero.  Volver a la comunión con Dios, después de haberla perdido por el pecado, es un movimiento que nace de la gracia de Dios, rico en misericordia y deseoso (le la salvación de los hombres. Es preciso pedir este don precioso para sí mismo y para los demás. El movimiento de retorno a Dios, llamado conversión y arrepentimiento, implica un dolor y una aversión respecto a los pecados cometidos, y el propósito firme de no volver a pecar. La conversión, por tanto, mira al pasado y al futuro; se nutre de la esperanza en la misericordia divina. El sacramento de la Penitencia está constituido por el conjunto de tres actos realizados por el penitente, y por la absolución del sacerdote. Los actos del penitente son: el arrepentimiento, la confesión o manifestación de los pecados al sacerdote y el propósito de realizar la reparación y las obras de penitencia.  El arrepentimiento (llamado también contrición) debe estar inspirado en motivaciones que brotan de la fe. Si el arrepentimiento es concebido por amor de caridad hacia Dios, se le llama "perfecto"; si está fundado en otros motivos se le llama "imperfecto ".  El que quiere obtener la reconciliación con Dios y con la Iglesia debe confesar al sacerdote todos los pecados graves que no ha confesado aún y de los que se acuerda tras examinar cuidadosamente su conciencia. Sin ser necesaria, de suyo, la confesión de las faltas veniales está recomendada vivamente por la Iglesia.

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 LA UNCION DE LOS ENFERMOS


"¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados" (Jc 5,14-15).  El sacramento de la Unción de los enfermos tiene por fin conferir una gracia especial al cristiano que experimenta las dificultades inherentes al estado de enfermedad grave o de vejez.  El tiempo oportuno para recibir la Santa Unción llega ciertamente cuando el fiel comienza a encontrarse en peligro de muerte por causa de enfermedad o de vejez.  Cada vez que un cristiano cae gravemente enfermo puede recibir la Santa Unción, y también cuando, después de haberla recibido, la enfermedad se agrava.  Lo esencial de la celebración de este sacramento consiste en la unción en la frente y las manos del enfermo (en el rito romano) o en otras partes del cuerpo (en Oriente), unción acompañada de la oración litúrgica del sacerdote celebrante que pide la gracia especial de este sacramento. La gracia especial del sacramento de la Unción de los enfermos tiene como efectos: - la unión del enfermo a la Pasión de Cristo, para su bien y el de toda la Iglesia; - el consuelo, la paz y el ánimo para soportar cristianamente los sufrimientos de la enfermedad o de la vejez; - el perdón de los pecados si el enfermo no ha podido obtenerlo por el sacramento de la Penitencia; - el restablecimiento de la salud corporal, si conviene a la salud espiritual; - la preparación para el paso a la vida eterna.


EL SACRAMENTO DEL ORDEN


San Pablo dice a su discípulo Timoteo: "Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos" (2Tm 1,6), y "si alguno aspira al cargo de obispo, desea una noble función" (1Tm 3,1). A Tito decía: "El motivo de haberte dejado en Creta, fue para que acabaras de organizar lo que faltaba y establecieras presbíteros en cada ciudad, como yo te ordené" (Tt 1,5).  La Iglesia entera es un pueblo sacerdotal. Por el bautismo, todos los fieles participan del sacerdocio de Cristo. Esta participación se llama "sacerdocio común de los fieles". A partir de este sacerdocio y al servicio del mismo existe otra participación en la misión de Cristo: la del ministerio conferido por el sacramento del Orden, cuya tarea es servir en nombre y en representación de Cristo-Cabeza en medio de la comunidad. El sacerdocio ministerial difiere esencialmente del sacerdocio común de los fieles porque confiere un poder sagrado para el servicio de los fieles. Los ministros ordenados ejercen su servicio en el pueblo de Dios mediante la enseñanza (munus docendi), el culto divino (munus liturgicum) y por el gobierno pastoral (munus regendi).  Desde los orígenes, el ministerio ordenado fue conferido y ejercido en tres grados: el de los obispos, el de los presbíteros y el de los diáconos. Los ministerios conferidos por la ordenación son insustituibles para la estructura orgánica de la Iglesia: sin el obispo, los presbíteros y los diáconos no se puede hablar de Iglesia.  El obispo recibe la plenitud del sacramento del Orden que lo incorpora al Colegio episcopal y hace de él la cabeza visible de la Iglesia particular que le es confiada. Los obispos, en cuanto sucesores de los apóstoles y miembros del Colegio, participan en la responsabilidad apostólica y en la misión de toda la Iglesia bajo la autoridad del Papa, sucesor de san Pedro. Los presbíteros están unidos a los obispos en la dignidad sacerdotal y al mismo tiempo dependen de ellos en el ejercicio de sus funciones pastorales; son llamados a ser cooperadores diligentes de los obispos; forman en torno a su obispo el presbiterio que asume con él la responsabilidad de la Iglesia particular. Reciben del obispo el cuidado de una comunidad parroquial o de una función eclesial determinada.  Los diáconos son ministros ordenados para las tareas de servicio de la Iglesia; no reciben el sacerdocio ministerial, pero la ordenación les confiere funciones importantes en el ministerio de la palabra, del culto divino, del gobierno pastoral y del servicio de la caridad, tareas que deben cumplir bajo la autoridad pastoral de su obispo.  El sacramento del Orden es conferido por la imposición de las manos seguida de una oración consecratoria solemne que pide a Dios para el ordenando las gracias del Espíritu Santo requeridas para su ministerio. La ordenación imprime un carácter sacramental indeleble.


EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO


San Pablo dice: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia... Gran misterio es éste, lo digo con respecto a Cristo y la Iglesia" (Ep 5,25 Ep 5,32).  La alianza matrimonial, por la que un hombre y una mujer constituyen una íntima comunidad de vida y de amor, fue fundada y dotada de sus leyes propias por el Creador. Por su naturaleza está ordenada al bien de los cónyuges así como a la generación y educación de los hijos. Entre bautizados, el matrimonio ha sido elevado por Cristo Señor a la dignidad de sacramento. El sacramento del Matrimonio significa la unión de Cristo con la Iglesia. Da a los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma su unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna.  El matrimonio se funda en el consentimiento de los contrayentes, es decir, en la voluntad de darse mutua y definitivamente con el fin de vivir una alianza de amor fiel y fecundo. Dado que el matrimonio establece a los cónyuges en un estado público de vida en la Iglesia, la celebración del mismo se hace ordinariamente de modo público, en el marco de una celebración litúrgica, ante el sacerdote (o el testigo cualificado de la Iglesia), los testigos y la asamblea de los fieles. La unidad, la indisolubilidad, y la apertura a la fecundidad son esenciales al matrimonio. La poligamia es incompatible con la unidad del matrimonio; el divorcio separa lo que Dios ha unido; el rechazo de la fecundidad priva a la vida conyugal de su "don más excelente ", el hijo. Contraer un nuevo matrimonio por parte de los divorciados mientras viven sus cónyuges legítimos contradice el plan y la ley de Dios enseñados por Cristo. Los que viven en esta situación no están separados de la Iglesia, pero no pueden acceder a la comunión eucarística. Pueden vivir su vida cristiana sobre todo educando a sus hijos en la fe.  El hogar cristiano es el lugar en que los hijos reciben el primer anuncio de la fe. Por eso la casa familiar es llamada justamente "Iglesia doméstica", comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y de caridad cristiana.


 VOCAClON A LA BIENAVENTURANZA


Las bienaventuranzas recogen y perfeccionan las promesas de Dios desde Abraham ordenándolas al Reino de los cielos. Responden al deseo de felicidad que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Las bienaventuranzas nos enseñan el fin último al que Dios nos llama: el Reino, la visión de Dios, la participación en la naturaleza divina, la vida eterna, la filiación, el descanso en Dios. La bienaventuranza de la vida eterna es un don gratuito de Dios; es sobrenatural como también lo es la gracia que conduce a ella.  Las bienaventuranzas nos colocan ante opciones decisivas con respecto a los bienes terrenos; purifican nuestro corazón para enseñarnos a amar a Dios sobre todas las cosas. La bienaventuranza del cielo determina los criterios de discernimiento en el uso de los bienes terrenos en conformidad a la Ley de Dios.


LAS VIRTUDES


La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien. Las virtudes humanas son disposiciones estables del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Pueden agruparse en torno a cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.  La prudencia dispone la razón práctica para discernir, en toda circunstancia, nuestro verdadero bien y elegir los medios justos para realizarlo. La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La fortaleza asegura, en las dificultades, la firmeza y la constancia en la práctica del bien. La templanza modera la atracción hacia los placeres sensibles y procura la moderación en el uso de los bienes creados.  Las virtudes morales crecen mediante la educación, mediante actos deliberados y con el esfuerzo perseverante. La gracia divina las purifica y las eleva.  Las virtudes teologales disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado por El mismo.  Las virtudes teologales son tres: la fe, la esperanza y la caridad. Informan y vivifican todas las virtudes morales.  Por la fe creemos en Dios y creemos todo lo que El nos ha revelado y que la Santa Iglesia nos propone como objeto de fe. Por la esperanza deseamos y esperamos de Dios con una firme confianza la vida eterna y las gracias para merecerla. Por la caridad amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Es el "vínculo de la perfección" (Col 3,14) y la forma de todas las virtudes.


Los siete dones del Espíritu Santo concedidos a los cristianos son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.


 EL PECADO - LA SALVACION DE DIOS


"Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia" (Rm 11,32).  El pecado es "una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna ". Es una ofensa a Dios. Se alza contra Dios en una desobediencia contraria a la obediencia de Cristo.  El pecado es un acto contrario a la razón. Lesiona la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. La raíz de todos los pecados está en el corazón del hombre. Sus especies y su gravedad se miden principalmente por su objeto.  Elegir deliberadamente, es decir, sabiéndolo y queriéndolo, una cosa gravemente contraria a la ley divina y al fin último del hombre, es cometer un pecado mortal. Este destruye en nosotros la caridad sin la cual la bienaventuranza eterna es imposible. Sin arrepentimiento, tal pecado conduce a la muerte eterna.  El pecado venial constituye un desorden moral que puede ser reparado por la caridad que tal pecado deja subsistir en nosotros. La reiteración de pecados, incluso veniales, engendra vicios entre los cuales se distinguen los pecados capitales.


Según la Sagrada Escritura, la ley es una instrucción paternal de Dios que prescribe al hombre los caminos que llevan a la bienaventuranza prometida y proscribe los caminos del mal.  "La ley es una ordenación de la razón para el bien común, promulgada por el que está a cargo de la comunidad" [Santo Tomás de Aquino]. Cristo es el fin de la ley; sólo El enseña y otorga la justicia de Dios.  La ley natural es una participación en la sabiduría y la bondad de Dios por parte del hombre, formado a imagen de su Creador. Expresa la dignidad de la persona humana y constituye la base de sus derechos y sus deberes fundamentales. La ley natural es inmutable, permanente a través de la historia. Las normas que la expresan son siempre substancialmente válidas. Es la base necesaria para la edificación de las normas morales y la ley civil.  La Ley antigua es la primera etapa de la Ley revelada. Sus prescripciones morales se resumen en los diez mandamientos. La Ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles a la razón. Dios las ha revelado porque los hombres no las leían en su corazón. La Ley antigua es una preparación al Evangelio. La Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo recibida mediante la fe en Cristo, que opera por la caridad. Se expresa especialmente en el Sermón del Señor en la montaña y se sirve de los sacramentos para comunicarnos la gracia. La Ley evangélica cumple, supera y lleva a su perfección la Ley antigua: sus promesas mediante las bienaventuranzas del Reino de los cielos, sus mandamientos, reformando el corazón que es la raíz de los actos.  La Ley nueva es ley de amor, ley de gracia, ley de libertad.  Más allá de sus preceptos, la Ley nueva contiene los consejos evangélicos. "La santidad de la Iglesia también se fomenta de manera especial con los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio a sus discípulos para que los practiquen ".


 GRACIA Y JUSTIFICACION


La gracia del Espíritu Santo nos confiere la justicia de Dios. El Espíritu, uniéndonos por medio de la fe y el Bautismo a la Pasión y a la Resurrección de Cristo, nos hace participar en su vida.  La justificación, como la conversión, presenta dos aspectos. Bajo la moción de la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo Alto.  La justificación entraña la remisión de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior.  La justificación nos fue merecida por la Pasión de Cristo. Nos es concedida mediante el Bautismo. Nos conforma con la justicia de Dios que nos hace justos. Tiene como finalidad la gloria de Dios y de Cristo y el don de la vida eterna. Es la obra más excelente de la misericordia de Dios.  La gracia es el auxilio que Dios nos da para responder a nuestra vocación de llegar a ser sus hijos adoptivos. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria.  La iniciativa divina en la obra de la gracia previene, prepara y suscita la respuesta libre del hombre. La gracia responde a las aspiraciones profundas de la libertad humana; y la llama a cooperar con ella, y la perfecciona.  La gracia santificante es el don gratuito que Dios nos hace de su vida, infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para curarla del pecado y santificarla.  La gracia santificante nos hace "agradables a Dios". Los carismas, que son gracias especiales del Espíritu Santo, están ordenados a la gracia santificante y tienen por fin el bien común de la Iglesia. Dios actúa así mediante gracias actuales múltiples que se distinguen de la gracia habitual, que es permanente en nosotros. 



 LOS DIEZ MANDAMIENTOS Exodo 20,2-17 Deuteronomio 5,6-21 (Menu 9).



LA ORACION CRISTIANA


"La oración es la elevación del alma hacia Dios o la petición a Dios de bienes convenientes". [San Juan Damasceno].  Dios llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso con El. La oración acompaña a toda la historia de la salvación como una llamada recíproca entre Dios y el hombre.  La oración de Abraham y de Jacob aparece como una lucha de fe vivida en la confianza a la fidelidad de Dios, y en la certeza de la victoria prometida a quienes perseveran.  La oración de Moisés responde a la iniciativa del Dios vivo para la salvación de su pueblo. Prefigura la oración de intercesión del único mediador, Cristo Jesús.  La oración del pueblo de Dios se desarrolla a la sombra de la Morada de Dios, del Arca de la Alianza y del Templo, bajo la guía de los pastores, especialmente del rey David, y de los profetas.  Los profetas llaman a la conversión del corazón y, al buscar ardientemente el rostro de Dios, como hizo Elías, interceden por el pueblo.  Los salmos constituyen la obra maestra de la oración en el Antiguo Testamento. Presentan dos componentes inseparables: individual y comunitario. Y cuando conmemoran las promesas de Dios ya cumplidas y esperan la venida del Mesías, abarcan todas las dimensiones de la historia. Rezándolos en referencia a Cristo y viendo su cumplimiento en El, los Salmos son elemento esencial y permanente de la oración de su Iglesia. Se adaptan a los hombres de toda condición y de todo tiempo.


En el Nuevo Testamento el modelo perfecto de oración se encuentra en la oración filial de Jesús. Hecha con frecuencia en la soledad, en lo secreto, la oración de Jesús entraña una adhesión amorosa a la voluntad del Padre hasta la cruz y una absoluta confianza en ser escuchada. En su enseñanza, Jesús instruye a sus discípulos para que oren con un corazón purificado, una fe viva y perseverante, una audacia filial. Les insta a la vigilancia y les invita a presentar sus peticiones a Dios en su Nombre. El mismo escucha las plegarias que se le dirigen. La oración de la Virgen María, en su Fiat y en su Magnificat, se caracteriza por la ofrenda generosa de todo su ser en la fe.  El Espíritu Santo que enseña a la Iglesia y le recuerda todo lo que Jesús dijo, la educa también en la vida de oración, suscitando expresiones que se renuevan dentro de unas formas permanentes de orar: bendición, petición, intercesión, acción de gracias y alabanza.


Gracias a que Dios le bendice, el hombre en su corazón puede bendecir, a su vez, a Aquel que es la fuente de toda bendición. La oración de petición tiene por objeto el perdón, la búsqueda del Reino y cualquier necesidad verdadera.  La oración de intercesión consiste en una petición en favor de otro. No conoce fronteras y se extiende hasta los enemigos. Toda alegría y toda pena, todo acontecimiento y toda necesidad pueden ser motivo de oración de acción de gracias, la cual, participando de la de Cristo, debe llenar la vida entera: "En todo dad gracias" (1Th 5,18). La oración de alabanza, totalmente desinteresada, se dirige a Dios; canta para El y le da gloria no sólo por lo que ha hecho sino porque El es.


La oración supone un esfuerzo y una lucha contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador. El combate de la oración es inseparable del "combate espiritual" necesario para actuar habitualmente según el Espíritu de Cristo: Se ora como se vive porque se vive como se ora.  En el combate de la oración debemos hacer frente a concepciones erróneas, a diversas corrientes de mentalidad, a la experiencia de nuestros fracasos. A estas tentaciones que ponen en duda la utilidad o la posibilidad misma de la oración conviene responder con humildad, confianza y perseverancia.  Las dificultades principales en el ejercicio de la oración son la distracción y la sequedad. El remedio está en la fe, la conversión y la vigilancia del corazón. Dos tentaciones frecuentes amenazan la oración: la falta de fe y la acedía que es una forma de depresión o de pereza debida al relajamiento de la ascesis y que lleva al desaliento. La confianza filial se pone a prueba cuando tenemos el sentimiento de no ser siempre escuchados. El Evangelio nos invita a conformar nuestra oración al deseo del Espíritu.  "Orad continuamente" (1Th 5,17). Orar es siempre posible. Es incluso una necesidad vital. Oración y vida cristiana son inseparables.  La oración de la "Hora de Jesús", llamada con razón "oración sacerdotal", recapitula toda la Economía de la creación y de la salvación.



PADRE NUESTRO


Inspira las grandes peticiones del "Padre Nuestro". En respuesta a la petición de sus discípulos ("Señor, enséñanos a orar": Lc 11,1), Jesús les entrega la oración cristiana fundamental, el "Padre Nuestro". "La Oración dominical es, en verdad, el resumen de todo el Evangelio", "la más perfecta de las oraciones ". Es el corazón de las Sagradas Escrituras.  Se llama "Oración dominical" porque nos viene del Señor Jesús, Maestro y modelo de nuestra oración.  La Oración dominical es la oración por excelencia de la Iglesia. Forma parte integrante de las principales Horas del Oficio divino y de la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Inserta en la Eucaristía, manifiesta el carácter "escatológico" de sus peticiones, en la esperanza del Señor, "hasta que venga" (1Co 11,26).


En el Padre Nuestro, las tres primeras peticiones tienen por objeto la Gloria del Padre: la santificación del nombre, la venida del reino y el cumplimiento de la voluntad divina. Las otras cuatro presentan al Padre nuestros deseos: estas peticiones conciernen a nuestra vida para alimentarla o para curarla del pecado y se refieren a nuestro combate por la victoria del Bien sobre el Mal. Al pedir: "Santificado sea tu Nombre" entramos en el plan de Dios, la santificación de su Nombre -revelado a Moisés, después en Jesús- por nosotros y en nosotros, lo mismo que en toda nación y en cada hombre. En la segunda petición, la Iglesia tiene principalmente a la vista el retorno de Cristo y la venida final del Reino de Dios. También ora por el crecimiento del Reino de Dios en el "hoy" de nuestras vidas. En la tercera petición, rogamos al Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para realizar su Plan de salvación en la vida del mundo.  En la cuarta petición, al decir "danos", expresamos, en comunión con nuestros hermanos, nuestra confianza filial en nuestro Padre del cielo. "Nuestro pan" designa el alimento terrenal necesario para la subsistencia de todos y significa también el Pan de Vida: Palabra de Dios y Cuerpo de Cristo. Se recibe en el "hoy" de Dios, como el alimento indispensable, lo más esencial del Festín del Reino que anticipa la Eucaristía.  La quinta petición implora para nuestras ofensas la misericordia de Dios, la cual no puede penetrar en nuestro corazón si no hemos sabido perdonar a nuestros enemigos, a ejemplo y con la ayuda de Cristo.  Al decir: "No nos dejes caer en la tentación ", pedimos a Dios que no nos permita tomar el camino que conduce al pecado. Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza; solicita la gracia de la vigilancia y la perseverancia final.  En la última petición, "y líbranos del mal", el cristiano pide a Dios con la Iglesia que manifieste la victoria, ya conquistada por Cristo, sobre el "príncipe de este mundo", sobre Satanás, el ángel que se opone personalmente a Dios y a su plan de salvación.



Cf. Catecismo de la Iglesia catolica








  

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Enseñanzas de la doctrina cristiana